El infierno del nacionalismo
Cuando parecía que el nacionalismo y las identidades nacionales eran ideologías del pasado, los políticos y gobernantes siguen recurriendo a ellas quizás por el gran rédito electoral que aún obtienen cuando sacuden sus marcadores. Sarkozy se ha preguntado estos días qué significa ser francés y se ha lanzado a una campaña para incrementar el orgullo de lo francés; Aminatou Haidar, con su huelga de hambre por un pasaporte que le lleve a su tierra, ha dado alas al nacionalismo saharaui; los suizos se apegan a sus montañas y desechan la altura de los minaretes; España, que es incapaz de consensuar la letra de un himno nacional, saca pecho con ”la roja” y con el resto de deportista de éxito; Cataluña se debate entre la sentencia del Constitucional, el referéndum y el pagesismo futbolero de Laporta; los murcianos reforzarán en su nuevo estatuto, según lo acordado por todas las fuerzas políticas, la identidad murciana; los vascos están ensayando la fórmula Patxi mientras que los nacionalistas parecen estar en cónclave; nuestra Castilla-La Mancha busca fortuna, no ya en la fecha de caducidad del trasvase sino en la cantidad de metros cúbicos de agua que hemos de asegurarnos. Y así podríamos seguir con muchos más ejemplos a escala planetaria donde la pertenencia a un territorio, que esgrime ciertas peculiaridades comunes entre las gentes que lo habitan, se convierte en el hecho más trascendental de la vida de esos individuos.
El nacionalismo, al igual que su vástago la nación, son términos con una enorme carga de subjetividad donde prima la experiencia sentimental y donde lo jurídico apenas si tiene cabida. No tiene sentido que los miembros del Tribunal Constitucional estén meses y meses examinando el pecado “nacional” catalán, igualmente extendido en otras comunidades autónomas, puesto que los altos jueces carecen de competencias en el ámbito emocional. Si Cataluña y los catalanes sienten que son una “nación”, y así lo exponen en su ley autonómica, están expresando una categoría de pertenencia sobre la que difícilmente se puede legislar, y más si es para negar o prohibir dicha pertenencia. El término nación abarca unos marcadores identitarios que pueden ser reales o inventados pero que son imposibles de categorizar en términos de legalidad o ilegalidad. Contrariamente a lo que se piensa, el uso de la palabra nación es bastante reciente y fue el movimiento romántico quien lo extendió en su búsqueda de territorios con genio y fuerza histórica, lo cual vino muy bien a los nuevos Estados en su aspiración de delimitar fronteras y organizar la vida ciudadana. Ateniéndonos a su significado originario, quizás en el mundo pueda haber entre cinco y ocho mil posibles naciones, mientras que estados o países no llegan a los doscientos. Identificar naciones con estados es un error que la misma ONU –naciones unidas- rectifica al denominar a sus componentes “Estados” miembros.
Como somos adictos a los maniqueísmos, nos preguntamos sobre si el nacionalismo es cosa buena o, más bien, mala; mejor aún, ¿sirve para algo o es un invento para tenernos entretenidos? El nacionalismo, efectivamente, puede convertirse en un infierno y así lo hemos comprobado en la historia reciente. Basta recordar lo sucedido en los Balcanes, donde por atizar arbitrariamente las identidades nacionales entre croatas, bosnios y serbios, se llegó absurdamente al genocidio. En España, qué decir del nacionalismo etarra y de la imposible convivencia ciudadana en los pueblos y ciudades vascas, o de los catalanes que están, de nuevo, amojonando el territorio. El marco político del siglo XXI tiene que superar el tribalismo subyacente en todos los movimientos nacionalistas y abogar por la pluralidad y la libre adscripción a pertenencias sociales donde se prime el estar juntos. Sin embargo, y considerando cualquier nacionalismo como algo ex-temporáneo, creo que, a veces, la pasión y emoción por los lugares puede contribuir a mejorar la situación de esos territorios. Sinceramente, creo que a Castilla-La Mancha no le vendría mal una dosis identitaria y nacionalista, aunque sólo sea para hacerse más resistente a las agresiones del exterior. La aprobación con nota del estatuto podría ser un buen comienzo.
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