En cada Estado hay tres clases de poderes: el legislativo, el ejecutivo de las cosas pertenecientes al derecho de gentes y el ejecutivo de las cosas que pertenecen al civil.
Por el primero, el príncipe o magistrado hace las leyes para cierto tiempo o para siempre, y corrige o deroga las que están hechas. Por el segundo, hace la paz o la guerra, envía o recibe embajadores, establece la seguridad y previene las invasiones. Y por el tercero, castiga los crímenes o decide las contiendas entre particulares. Este último se llamará poder judicial, y el otro, simplemente, poder ejecutivo del Estado.
La libertad política de un ciudadano es la tranquilidad de espíritu que proviene de la opinión que cada uno tiene de su seguridad, y para que se goce de ella es preciso que sea tal el gobierno que ningún ciudadano tenga motivo de temer a otro.
Cuando los poderes legislativo y ejecutivo se encuentran reunidos en una misma persona o corporación, no hay libertad, porque es de temer que el monarca o el Senado hagan leyes tiránicas para ejecutarlas del mismo modo.
Así sucede también cuando el poder judicial no está separado del poder legislativo y del ejecutivo. Si está unido al primero, el imperio sobre la vida y la libertad de los ciudadanos sería arbitrario, por ser uno mismo juez y legislador, y si está unido al segundo sería tiránico, por cuanto gozaría el juez de la misma fuerza que un agresor (...).
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