[…] El origen de ese dinero no
importaba entonces tanto a los papas como el hecho de que llegara y permitiese
concluir la magnífica iglesia [San Pedro del Vaticano]. Así pues, para agradar
al papa, algunos sacerdotes y frailes recaudaron dinero de una manera que no
estaba de acuerdo con las enseñanzas de la Iglesia. Hacían pagar a los fíeles por
el perdón de los pecados. Esa práctica se conocía con el nombre de indulgencia.
La Iglesia enseñaba que sólo puede ser perdonado el pecador arrepentido, pero
aquellos comerciantes de indulgencias no se atenían a esta doctrina. En
Wittenberg, en Alemania, vivía por entonces un monje de la orden de los
agustinos. Se llamaba Martín Lutero. Cuando, en el año 1517, uno de esos
comerciantes de indulgencias llegó a Wittenberg con el fin de recaudar dinero
para la iglesia de San Pedro, cuya construcción dirigía aquel año el más famoso
pintor del mundo, Rafael, Lutero quiso llamar la atención sobre aquel abuso
reñido con la doctrina eclesiástica y clavó en las puertas de la iglesia una
especie de cartel con 95 proposiciones en las que denunciaba aquel mercadeo con
la gracia del perdón otorgada por Dios. En efecto, lo más terrible para Lutero
era que se hubiese de alcanzar la gracia divina del perdón de los pecados
mediante dinero. Siempre se había considerado un pecador que debía temer, como
cualquier otro, la cólera divina, pero creía que sólo una cosa podía salvarlo
de la condena de Dios: su gracia infinita. Y esa gracia, opinaba Lutero, no la
pueden comprar los humanos. De poderlo hacer, no sería gracia. Hasta las
personas buenas son pecadores merecedores de condena ante Dios, que todo lo ve
y conoce. Sólo su fe en la gracia gratuita de Dios puede salvarlas. Y nada
más.
GOMBRICH, Ernst, Breve historia del Mundo, Barcelona, Península, 2007.
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