“El rey Carlos IV y María Luisa recibían cada día [...] una gran
impresión, un choque moral con cada noticia nueva de lo que ocurría en
Francia; era la época de las angustias, de las desgracias del rey Luis XVI, de María Antonieta, la reina, y de su infortunada familia. Profundamente impresionados
por aquellos acontecimientos desastrosos, Carlos IV y María Luisa les atribuían en
parte, y poco se equivocaban, al cambio continuo de ministerios a que se veía al rey por
las intrigas y las influencias contrarias y funestas de su corte. La vecindad de los reinos
hacía temer a cada instante que el incendio se comunicase de uno a otro. Carlos IV
miraba a su alrededor [...] no sabía en quién depositar su confianza. Dudaba [...].
Este era el estado de ánimo de Sus Majestades. Hubiesen querido encontrar un hombre
que fuese su propia hechura, un verdadero amigo y que, ligado lealmente a sus personas
y a su casa, velase fielmente por el buen servicio del Estado; un súbdito, en fin, en quien
el interés particular se identificase con el de sus amos [...].
Las alteraciones de Francia eran cada día más graves; el peligro de contagio cada vez
más amenazador. A un ministro viejo e irresoluto acababa de suceder otro anciano que,
pasándose de extremo contrario, quería arriesgarlo todo. La pusilanimidad de uno, la
temeridad de otro, inspiraban al rey idéntica desconfianza. Provocaciones, insultos
directos salían de la tribuna francesa; el trono de Luis XVI acababa de hundirse; la
república le había sustituido y no se hablaba si no de revolucionar los Estados vecinos,
de llevar a ellos la propaganda y la guerra. Ya la invasión había tenido lugar en el Norte;
Luis XVI, jefe de la familia de los Borbones, con la reina y sus hijos, prisioneros, iban a
ser juzgados. ¿Qué hacer? ¿Qué conducta política adoptar? ¿Cómo librarse de la
fatalidad de la suerte? La tormenta estallaba, rugía por todas partes [...] cuando el
terror amenazaba nuestras puertas y helaba las inteligencias, me vi yo, ¡Dios mío!, de
repente, en el timón del Estado”.
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