Es
la conmoción profunda en la moral de un país, que nadie puede constreñir y que
nadie puede encauzar. Después de un
terremoto, es difícil reconocer el perfil del terreno. Imaginad una montaña
volcánica, pero apagada, en cuyos flancos viven durante generaciones muchas
familias pacíficas. Un día, la montaña entra de pronto en erupción, causa
estragos, y cuando la erupción cesa y se disipan las humaredas, los habitantes
supervivientes miran a la montaña y ya no les parece la misma; no reconocen su
perfil, no reconocen su forma. Es la misma montaña, pero de otra manera, y la
misma materia en fusión que expele el cráter; cuando cae en tierra y se
solidifica, forma parte del perfil del terreno y hay que contar con ella para
las edificaciones del día de mañana.
Este
fenómeno profundo, que se da en todas las guerras, me impide a mi hablar del
porvenir de España en el orden político y en el orden moral, porque es un
profundo misterio, en este país de las sorpresas y de las reacciones
inesperadas, o que podrá resultar el día en que los españoles, en paz, se
pongan a considerar lo que han hecho durante la guerra. Yo creo que si de esta
acumulación de males ha de salir el mayor bien posible, será con este espíritu,
y desventurado el que no lo entienda así. No tengo el optimismo de un Pangloss
ni voy a aplicar a este drama español la simplicísima doctrina del adagio de
que «no hay mal que por bien no venga». No es verdad, no es verdad. Pero es
obligación moral, sobre todo de los que padecen la guerra, cuando se acabe como
nosotros queremos que se acabe, sacar de la lección y de la musa de escarmiento
el mayor bien posible, y cuando la antorcha pase a otras manos, a otros hombres,
a otras generaciones, que se acordarán, si alguna vez sienten que les hierve la
sangre iracunda y otra vez el genio español vuelve a enfurecerse con la
intolerancia y con el odio y con el apetito de destrucción, que piensen en los
muertos y escuchen su lección: la de esos hombres, que han caído embravecidos
en la batalla luchando magnánimamente por un ideal grandioso y que ahora,
abrigados en la tierra materna, ya no tienen odio, ya no tienen rencor y nos
envían, con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una
estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: «Paz,
Piedad y Perdón». Azaña, M.: Discurso en el Ayuntamiento de Barcelona,
l8dejuliode 1938.
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